La Herradura

Estamos tomando un café en el Luciano, bajo el armazón de madera y cañas que nos proteje del sol del sur. Quien imagina un febrero con tanta luz, pero se agradece en la piel, en las pupilas deslumbradas, en las ganas de jugar, en la vitamina D que ya no necesito sintetizar.

Cristina saborea su café y ronronea un poco de satisfacción. Me hace mucha gracia ese sonido apreciativo, se parece un poco como el que hago yo con el chocolate o con la tarta de queso. O como hacíamos las dos anoche, con los fetuccini Alfredo de la pizzeria de Giusseppe, antes de echarnos a reir. Que conste que esos fetuccini lo valen, por dios, que cosa más rica, con sus espinacas, sus gambas frescas, sus champiñones. Tuvimos que pedir otro plato, después que el primero desapareciera entre investigaciones culinarias para descubrir la receta y soplidos para ir enfriándolo de camino a la boca. Cuando el segundo se termina con el mismo ímpetu, saciados, contentos (y no solo de rosado), casi imploro por la receta, aplaudimos al cocinero, y al final sale Giusseppe, sonrojado y feliz y termina regalandonos una botella de Limoncello.

El café del Luciano solo merece un ronroneo cortito, pero a Cristina le gusta mucho el café. Las dos nos quedamos mirando el mar, el brillo del sol sobre la superficie. El año pasado, ella vió delfines desde estas mismas sillas de mimbre. Yo no estaba, pero me llamó, nerviosa y feliz como en pleno milagro. No podría contar la cantidad de noches adolescentes que las dos pasamos sentadas en la orilla, sospechando que podían escucharnos delfines o incluso sirenas macho de torsos bien formados y cabelleras resplandescientes.

Yo le doy un trago a mi café, y no digo nada. Esa es uno de los privilegios de los viejos amigos. Hay momentos en los que no necesitas decir nada, solo estar. Como si una pequeña corriente te advirtiese que no necesitas explicar nada que el otro no haya entendido ya. Entonces puedes escuchar más allá. Algo que me maravilla de este lugar, es su sonido. Las olas, brillantes, picadas que veo apenas a veinte metros, producen un sonido como no he oído en nigún otro lugar. Es porque la playa es de pequeñas piedras, entre gris y negro. El sonido de las piedras golpeándose rítmicamente, provoca en mí más recuerdos que cualquier magdalena de Proust. Me hace sonreír de golpe. Cuando llegué el viernes por la noche, después de conducir cuatro horas con el Flaco dormido a mi lado, lo primero que hice fue sentarme en la orilla. Simplemente a escuchar el mar. Es un ritual increíble, yo me siento, envuelta en mi chaqueta, y ese sonido en el que confío como en la magia, entra misteriosamente en mi cabeza y su salitre limpia todas las tonterías. Por eso me hace sonreir de golpe y dentro.

- ¿Sabés que?- le digo a Cristina

- A ver- me dice volviendo sus ojos oscuros hacia mí

- Este es el lugar del planeta que más me ha oído cantar...

- Ups, pobrecito!- se burla ella. Luego sonríe y añade- ¿Por qué será?



No hagas preguntas cuyas respuestas ya conoces, pequeña padawan...

Comentarios

ybris ha dicho que…
Nada como el rumor del mar en el silencio de una buena compañía tras unos fetuccini.
La felicidad es a veces muy barata.

Besos

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